Es difícil admitir que, en fin, tal vez todo sea una cuestión de suerte. Los hay capaces de culpar los derrapes de la existencia en un dios o su falta, o la muerte de uno en una imprudencia, como la leche derramada por falta de atención. Hay una frase del gran Mia Couto que sintetiza la muerte en “un fin sin finalidad” y con eso, abstractamente inexplicado, me justifico. Sin finalidad también la película Antes que anochezca, donde el director Julian Schnabel y el actor español Javier Bardem materializan la virtuosa sexualidad y el doloroso exilio del escritor Reinaldo Arenas. Expulsado de su Cuba natal en plena dictadura, perseguido por su pueblo, Arenas no encajaba en ningún modelo. Pero su sexualidad no sólo extrapolaba los límites físicos en cualquier rincón de este planeta (cuenta haber mantenido relaciones con más de 5,000 personas), sino que también le trajo el Sida. En la cárcel, donde sólo podía escribir antes que anocheciera y quedase en tinieblas, Fidel Castro inventó un mito, y del mito a la película sólo hay un pequeño salto.
El mundo está cada día más parecido. Después del fin del comunismo polarizado, hay una pregunta que sigue sin respuesta: ¿qué es lo mejor? Pregunta tonta, olvídense de ella. Sé que es difícil admitir que la ideología vencedora sea la mejor, porque al final entre la victoria y el merecimiento también interviene la suerte. Esa suerte maldita y desgobernada nos lleva hasta donde no hay claridad, o mejor dicho, demasiada claridad. Karl Marx hoy no aportaría nada a una revolución porque las revoluciones de hoy se hacen con más que palabras. Marx tubo suerte pues no sufrió las consecuencias graves de su marea roja, y “pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar/ pausadamente/contra el sistema imperante”. Versos de Arenas.
Lo curioso es la influencia del entorno en el desarrollo de las ideas, artísticas o no. La relación dictadura y literatura, por ejemplo. Una de las prácticas de los regímenes autoritarios ha sido la prohibición de libros. El libro que se hace ilícito gana importancia, un valor atractivo que la tolerancia no le aporta sino le quita. Con la multiplicidad la literatura se enfoca y desarrolla.
La Cuba de Castro y Arenas es un ejemplo vivo de embargo literario. El pueblo cubano, de buen nivel de educación, está rodeado de publicaciones propagandistas. Borges y Bellow, por ejemplo, no se encontraban disponibles en las estanterías de La Habana hasta muy recientemente. Ni una palabra en periódicos, ni un solo ejemplar en las bibliotecas. Las feministas cubanas (hoy prácticamente cualquier mujer en la calle) no tenían acceso a una de las obras más representativas de su lucha, el Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir. La autora fue, en su día, gran defensora de la revolución, y la autorizaron a visitar la isla con su marido, Jean Paul Sartre. Cuando, años después, se enteró a través de amigos suyos de la persecución de los homosexuales — comparado a veces con la persecución y difamación judía a principios del nazismo — se puso en contra Fidel, y su nombre desapareció de los estrictos listados gubernamentales. Pero el feminismo se difundió de todas formas en Cuba, a pesar de faltarle argumento por escrito.
La única literatura buena que salió de la URSS era anticomunista. Y, asimismo, en este siglo, ningún país bajo el totalitarismo desarrolló su literatura como hizo la pequeña Cuba. Al régimen, no le faltaron adulaciones y unanimidad. De un lado José Marti, la voz poética de la Revolución Cubana; del otro, Reinaldo Arenas, con su surrealismo pansexual, son dos polos del mismo monolito. Dos escritores tan buenos y tan dispares, difíciles de ubicar en una isla tan pequeña. Esta variedad hace casi imposible suponer una lobotomía castrista, pero era algo que le faltaba a la URSS. Radicales de izquierda contra conservadores de la derecha izquierdista, americanistas, hispanistas — innumerables espejismos que dejaría a Borges orgulloso.
Mientras la obviedad y la coherencia pidan que se respeten libertades individuales, hoy día ella viene empaquetada por un modelo de mercado repulsivo. Es como si fuera la hora de quemar libros otra vez, para reducir la oferta, aumentar la demanda… Quiero más bien decir el opuesto: lo que no se lee en Cuba todavía se lee por estos lados, y eso es, de alguna forma, lo malo. La mente de hoy, sin tabúes, sin miedo de dictaduras, está más cómoda. El gran estado de contemplación actual, ligero y torpe trance, es la lente para la realidad que da a las dictaduras la oportunidad de magnificar. Exagero, porque la cosa no va realmente mal, va distinto — la novela todavía vive, aquí y a la cubana — pero es que en breve nos quedaremos sin una Cuba, una China, un alter ego. ¿Contra qué iremos luchar? ¿Contra videojuegos y Hollywood? A unirse a ellos. Mala suerte.