No queda mucho por decir. Un funcionario viudo a punto de jubilarse, aburrido de su trabajo en la oficina de contabilidad. Sus tres hijos adultos apoderándose de la casa y, poco a poco, de su voluntad, vertiendo su ánimo en un pozo de cenizas. Las horas interminables del trabajo. El malhumor para situarse — en la mejor de las hipótesis — por encima de su condición mediocre. Esa merecida misantropía del narrador-protagonista de La Tregua (en Brasil: A Trégua, Editora Martins Fontes, 185 págs.) lo lleva a encerrarse, a disolverse. Y entonces, dejar que sus hijos lleven la vida que merecen. Dejar que las cosas por sí mismas se desvanezcan, y la jornada acabe tranquilamente, sin ningún vestigio de culpa. Sin culpa, sin arrepentimiento, es más fácil morir. Pero una pasión repentina — la tregua — por una compañera de trabajo, su subordinada, “esta muchacha, que ni siquiera es definitivamente linda”, acaba invitando al protagonista a adentrarse en la zona oscura entre el realismo y la realidad.
El autor, Mario Benedetti, que ya ha trabajado en una sofocante repartición estatal, hace milagros, pero no cree en Dios porque, por otro lado, no cree que Dios crea en él. La Tregua es su mayor milagro, el milagro de un ateo. La novela es un diario personal del protagonista, Martín Santomé, durante un agobiante año ficticio, y narra un breve estado espiritual entre estados espirituales de una vida entera e indefinida. ¿Será posible que el retrato de un año sea representativo de ese martirio? Probablemente no, pero la existencia humana es troceada de forma parecida.
Quizá la cima de ese mareante ejercicio de hojear el calendario no sea la melancolía. Aunque, tal vez, la proximidad al fin de su vida útil le haga sentirse al borde de la desdicha. Con la jubilación, que Benedetti transforma sutilmente en sinónimo de involución, el protagonista descubre una infancia tardía, un estado primario de incomprensión. Se encuentra perdido y, además, enamorado. Como hizo Nabokov con el hambriento Humbert Humbert y su hambre de Lolita, pero sin lo cursi.
Seguimos ese proceso con un ritmo envolvente, entrelazado por observaciones y reflexiones — tan ricas e irónicas, que por si solas ya valdrían un libro entero, a modo de un libro de poemas. Por cierto, son los poemas y relatos cortos los que hacen de Benedetti uno de los escritores vivos más populares en el mundo hispanohablante. La Tregua, de 1960, es una especie de compendio de su obra de más de 40 libros traducidos a 18 idiomas. “He sido un optimista hasta hace poco”, anunció el escritor uruguayo recientemente en un homenaje que recibió en Madrid. Odiado por las dictaduras, Benedetti es un viajero inquieto que siempre se ha adaptado a las ciudades en que ha vivido. “Al llegar adonde sea, deshago la maleta, aunque vaya a pasar una sola noche. Hay personas que no se adaptan, entre ellas ciertos exiliados que conocí. Se mantienen alerta, con las maletas intactas, esperando una carta que diga: vuelve”.
El ser humano tiene que adaptarse, sea por estatuto de la biología, por norma social, o por el orden natural de las cosas. No existe la cumbre, el punto de autoconocimiento máximo, el nirvana o lo que sea, porque en la cumbre entonces no habría marcha atrás, sólo el desespero de la nada y su garganta. Benedetti demuestra esa sensación de alcanzar el falso apogeo y dar la marcha atrás en La Tregua. A los cincuenta, cerca del ocio, el protagonista descubre que su experiencia no sirve para mucho, y que él se va transformando en “una decorosa pieza de museo, cuyo único valor es ser un recuerdo de lo que se fue”. Algo único se pierde con los años. El juego consiste en descubrir el qué.