La ciudad que uno lleva dentro

Para unos, estar en la ciudad de Praga puede significar estar muy lejos de casa, mientras para otros, más sedentarios, es estar lejos del resto del mundo
01/10/2000

Para unos, estar en la ciudad de Praga puede significar estar muy lejos de casa, mientras para otros, más sedentarios, es estar lejos del resto del mundo. Kafka, por ejemplo, nació y murió en esta Praga de torres funestas y demasiados insectos, acosada por un enorme castillo en la cima de una montaña. Pero para mí, que ahora aprecio Die Schloss con una autentica cerveza Pilsen sudando encima de mi mesa de bar en el corazón del Malá Strana, estar en Praga es, por fin, estar cerca de mis recuerdos.

Esa París de los 90, como ya la han apellidada, es el revés de una casa de artistas. De aquí han escapado hijos celebres, antaño y en la actualidad. Por ejemplo, el compositor y maestro Dvorak, que escribió su obra maestra, la Sinfonía del Nuevo Mundo, en 1901, cuando ya vivía en Nueva York. También el artista plástico Alfons Mucha, que en París despuntó con el Arte Nouveau. Más recientemente el director de cine Milos Foreman y el renombrado escritor Milan Kundera han dejado Praga.

Kafka, sin embargo, se quedó aquí hasta la enfermedad expulsarle, aunque su verdadera ciudad estaba dentro de sí mismo: “La vieja e insalubre ciudad judía que llevamos dentro es mucho más real que la higiénica ciudad nueva que nos rodea” manifestó sobre la reforma que reemplazó su guetto.

Kundera (Brno,1929), perdió su ciudadanía checa después de publicar El Libro de la Risa y del Olvido, en 1978. Había ofendido el orgullo comunista y tuvo su nacionalidad checa revocada. Dejó la entonces Checoslovaquia para vivir en París. Kundera, desde hace diez años, ya no más escribe en checo, sino en francés, pues su pensamiento está traducido en la fuente. Quizá sea resultado del “transtierro” — un neologismo de José Gaos para denominar la integración total en la tierra que le acoge. En La Ignorancia, su última novela, editada este año con exclusividad y solamente en español por Tusquets, explora el recurrente tema del regreso del emigrado, expatriado y “transtierrado”, a su país de origen. Una obra claramente autobiográfica, y que da continuidad a la serie de libros contemplativos de Kundera, iniciada con La Inmortalidad en 1990.

Al iniciar el libro, Kundera explica La Ignorancia a través de un análisis etimológico de la palabra “añoranza”, que es derivada del catalán enyorare, que por su vez es una metamorfosis del latín ignorare. O sea, echar de menos es ignorar, desconocer, no saber de algo. Los personajes del libro, Irene y Josef, retornan a su Praga para encarar un pasado ya superado, pero que creen actual, porque la memoria les ofrece una imagen distinta, de que nada ha cambiado, que ellos y Praga juntos pueden ser los mismos de antes. Están equivocados: ignoran la realidad de una ciudad distorsionada por el fin del comunismo. Sus amigos piensan de forma distinta de la suya. La memoria les ha engañado porque es conservadora. Kundera hace, con este contraste, una critica a la República Checa progresista, que machaca su pasado con Dunking Donuts y hamburguesas.

Para explicar la distancia entre la ilusión producida por la nostalgia y la realidad, la acción del libro es concisa – Kundera se resume en cuadrar sus personajes en axiomas, definir toda una tendencia de personalidad en frases que parecen salidas de un libro de psicología. Los personajes Irene y Josef, además del impacto de descubrir que ya no pertenecen a Praga actual, sino a la Praga de sus recuerdos, sufren del síndrome de introspección ensayista del autor. Aunque la existencia no tiene fecha de caducidad, Kundera escribe como un existencialista tardío, salido de una clase de Camus. ¿El transtierro francés?

Desde que Ulises abandonó su Itaca, el hombre está consciente de la paradoja memoria y olvido. Y en este tema, la memoria, es donde Kundera engendra los mejores comentarios del libro, analizando “la relación numérica entre el tiempo de la vida vivida y el tiempo de la vida almacenada en la memoria”. Uno es infinitamente menor que el otro. La añoranza de la ciudad de la niñez, la de Ulises (“Yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso”) o de Irene, es un marco de la memoria. La ciudad da nombre al recuerdo de días felices, es un oasis en el desierto del hoy.

En estos pocos días que puedo gozar de esta hermosa ciudad, también me doy cuenta que mi infancia, mis amigos, los lugares que añoro están muy lejos, y jamás podré resucitarlos (¡oh, gracias, Proust!). Pero esta ignorancia no es todavía mayor porque ayer he copiado de las paredes del metro este curioso verso, de un poema en checo sin autor: “Alebo ma zamykajte/alebo ma za muz dajte!” Ignoro completamente su significado. Pero sé que, en cualquier idioma, la poesía es como la nostalgia: no más palpable que un recuerdo de lo que se fue.

 

Gilberto Ruas
Rascunho